sábado, 5 de julio de 2008

Textos de Wilfredo Lam
extraídos del libro LAM
ediciones DER BRUCKE 1989
A propósito de Picasso -sobre todo- lo que me llevaba a simpatizar con su pintura era la presencia del arte y del espíritu africano que descubrí. Cuando era niño, vi tallas en casa de Mantonica Wilson.
De modo que la obra de Picasso me parecía una continuidad.
Todo el mundo ha sufrido [la influencia de Picasso] porque Picasso era el maestro de nuestro tiempo. Aun Picasso fue influenciado por Picasso.


Desde el primer encuentro hubo mutua simpatía entre Picasso y yo. Fui a ver una exposición en la rue Saint Honoré -una retrospectiva de maestros franceses- en una galería que se llamaba la Galerie des Beaux-Arts. Me encontraba allí para ver las pinturas... y también estaba un tipo, muy pequeño, era Picasso con Dora Maar. Ese mismo día Picasso me había citado en su atelier a las cuatro. (Rápidamente me fui hacia el fondo para que no me viese).
Quería encontrarlo en su taller y no en una galería.


A las cuatro de la tarde me encontré ante la puerta del atelier [de Picasso] al mismo tiempo que otra persona de mi edad aproximadamente. No osé abrir la boca pues mi vocabulario francés era más que restringido. Ese hombre que más tarde sería un gran amigo, era Michel Leiris.
De cerca, la persona de Picasso era imponente. Me impresionó verlo delante de mí. Su cabeza redonda y un mechón de cabellos le caía sobre la frente. Sus ojos negros penetrantes, astutos, se movían con una inteligencia y simpatía que me fascinaron.
Picasso, después de haberme saludado me condujo a una pieza donde guardaba escultura africana. Me sentí atraído por una de ellas, una cabeza de caballo. Estaba colocada sobre un sillón. Pasando por el costado, Picasso movió con habilidad el mueble y la escultura se balanceó como si estuviera viva.
-iQué bella escultura! -La apoyé sobre el sillón para poderla mover sin que cayera. Y él comentó:
-Debe estar orgulloso.
-¿Por qué? -le pregunté.
-Porque esta escultura está hecha por un africano y usted tiene sangre africana-. y dirigiéndose a Michel Leiris le dice:
-Enséñale a Lam el arte negro.

A Picasso le gustaba reír. Reía mucho conmigo, mulato intimidado que hablaba español pronunciando la z, y decía por ejemplo Madriz. Me invitó luego a cenar. Pidió para mí un pollo enorme, que devoré hasta los huesos, tenía un apetito de trueno y hacía bastante tiempo que no comía.
Picasso le comentó a Dora:
-Es capaz de comerse las patas de la mesa.
Cuando nos despedimos fue caluroso como todo en él y me sorprendió diciéndome:

"Tú me recuerdas a alguien que conozco".

Mi encuentro con Picasso y París produjo en mí el efecto de un detonador. Trabajaba sin tregua a la espera de que mi obra pudiera ser revelada a mis amigos. Vivía rodeado de temores. Mi amistad con Picasso me hacía acercar a otros artistas entre sus amigos cuyos nombres me inspiraban gran respeto.
Pintaba sin descanso y sin atreverme a mostrar mis cuadros, si bien mi pequeña habitación de hotel estaba repleta y no podía moverme y menos aún pintar.
Picasso sabía que trabajaba infatigablemente, pero jamás me decía nada. No me manifestaba la menor curiosidad. No quería fastidiarme, ni acrecentar mis dudas y mis vacilaciones, sabía que para mí sus observaciones serían fundamentales.

Un día que estaba más desesperado aún, decidí mostrarle mis cuadros y sin pensarlo, adopté una decisión heroica. Con las piernas temblando, quizá a causa del peso, llegué hasta lo de Picasso. El atelier estaba lleno de gente. Recuerdo que había un grupo de japoneses. Entre esta multitud de gente y de cuadros me sentí mejor. No estaba solo.
Picasso estaba por bañarse. Cuando supo que había llegado me hizo entrar en la sala de baño y, desde la bañera, renovó la conversación que habíamos comenzado la víspera por la tarde. Quizás adivinó cuál era mi problema. Salió del baño, se enrolló en una toalla gigantesca y sin decir una sola palabra a los que allí estaban, me siguió al rincón donde había dejado mis cuadros.

Jamás olvidaré ese momento. Lo guardo grabado en mi corazón y en mi espíritu y lo recuerdo sin cesar, como los grandes cuadros y los libros que me han hecho hombre.
Picasso parecía un dios romano. Un mechón de cabellos húmedos caía sobre su frente, los pies desnudos, un brazo retenía su toalla; los ojos y la sonrisa: un enigma.
Se detuvo delante de los cuadros y los miró uno por uno, en silencio. Los ojos y la sonrisa: un enigma. Yo estaba junto a él y no miraba los cuadros.
Miraba su cara. No sabía si él veía la mía y en ella mis temores, mis dedos y también mi alegría, una gran alegría.
Colocó la mano y el brazo libre sobre mi espalda para manifestar su aprobación. Entonces le escuché decir:
'Jamás me equivoqué contigo. Eres un pintor. Es por eso que te dije la primera vez que nos vimos que me recordabas a otro hombre: a mí."

1 comentario:

Graciela Bello dijo...

Una anécdota maravillosa y muy bien relatada.
Hay historias en las que Picasso aparece como un ser soberbio, pero ésta lo muestra solidario y muy humano.
Saludos,
graciela.