Las Personas y los años
por Horacio Butler
Editorial EMECE /1973
Capitulo:
ALDO GIULIANO
1918
pag. 57
A comienzos de 1915, cuando mis vacilantes pasos me llevaron a inscribirme en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la calle Alsina, yo no sabía exactamente por qué iba ni adónde me conduciría, con el andar del tiempo, esa determinación tan conformista. Me sentía atraído por el arte, deseaba aprender los rudimentos de un oficio, pero, por encima de todo, buscaba el calor de una camaradería que no había encontrado en otra parte.
Hasta entonces, Buenos Aires era un verdadero páramo para los que se apartaban de los caminos más tradicionales. Las carreras inciertas, las vocaciones generosas o el espíritu de independencia, había que olvidarlos hasta lograr la seguridad del día de mañana. El futuro de nuestras tierras parecía tan brillante que se vivía con la alucinada obsesión del porvenIr.
Inútilmente busqué otros adolescentes con quienes coincidiera, que participaran de las mismas aficiones, y sólo encontré una sobrecogedora soledad.
Fue quizás en este punto donde la Escuela me otorgó menos decepciones, puesto que allí descubrí la gracia de la fraternidad cuando está cimenta a en una comunidad de ideales. Tal es así, que algunas de esas amistades lograron perdurar bastante más allá del medio siglo.
Éste no fue precisamente el caso de Giuliano, pues nuestra mutua devoción no sobrevivió los agravios del tiempo, por los motivos que son objeto de este relato.
Aldo Giuliano era hijo de un noble herrero italiano, oriundo de la región de los Abruzos, cuyo taller se hallaba instalado en Villa Crespo. A su vez, Aldo era un enamorado de las artes., soñaba con llegar a ser un escultor y estaba dotado de las condiciones esenciales para que sus aspiraciones se cumplieran.
Alto y delgado, su frágil apariencia era engañosa pues jamás he observado, dentro de un ser humano, tanta fuerza vital ni tal capacidad de trabajo. Parecía una pila de nervios y vivía con la intensidad de un poseído. Entre sus muchas condiciones gozaba de una fe envidiable en su destino y, en el ambiente de la escuela, fue considerado desde el primer momento uno de los alumnos más brillantes.
Como en todo sentido yo era lo opuesto de Giuliano, tanto por mi inseguridad como por la ausencia de condiciones evidentes, me acerqué a él en busca del fervor de su optimismo.
Desde los años de su infancia, Giuliano había trabajado duramente en la herrería de su padre y, por tal causa, sus estudios se habían resentido; aunque esa deficiencia fue generosamente compensada por una vocación a toda prueba y una intuición nada común en nuestro medio.Durante aquellos años inocentes, Giuliano encarnaba para mí al artista y me halagaba contarlo como amigo.
Poco a poco nuestras relaciones se fueron estrechando y llegaron a ser bastante fraternales; nos prestábamos libros, íbamos al Museo, y en general, nuestras ideas sobre la vida y sobre el arte coincidían.
Además, como no éramos más que unos modestos principiantes, aceptábamos la mutua crítica sobre nuestros trabajos.
En el ambiente de la escuela predominaba el elemento de origen italiano, tanto entre los alumnos como en el elenco de nuestros profesores, y como allí estaba tácitamente establecido que esa sangre es la heredera legítima de las tradiciones artísticas de esa península, un apellido como el mío, de ascendencia sajona, no era digno de inspirar mucha confianza.
A los dos o tres años de comenzar nuestros estudios se despertó en Giuliano su furor creativo. Dibujaba; pintaba, grababa o esculpía sin hallar dificultad en el orden técnico. A raíz de esto, empezó a perfilarse a su alrededor una aureola de genio indiscutido, cuyas consecuencias, para él, no fueron muy felices.
(…)
Aldo ya se sentía en un plano muy superior al de sus compañeros y durante el último año de la escuela se lanzó a la escultura para emprender algunas obras de alto vuelo.
Una noche me anunció en gran secreto que había dado término a dos obras, una de las cuales proyectaba enviar al próximo salón de primavera. Como según él las dos eran muy buenas, deseaba que yo lo iluminara para sacarlo de sus dudas.
La noticia me dejó preocupado. Tenía el presentimiento de lo que ocurriría, e invoqué mil pretextos con el fin de postergar el desagrado. Pero Aldo insistió y, al final, no tuve más remedio que ceder a sus requerimientos. Fui a su casa, me presentó a sus padres y a su hermano, quienes tal como los había imaginado eran gente sencilla y laboriosa.
En el galpón de la herrería, adosado a la casa, Aldo se había construido un buen taller en donde, recubiertas por los paños, se destacaba la mole informe de dos obras, rodeadas de infinidad de estudios y bocetos.
Desde el primer instante, tuve la sensación de que Aldo, también allí, brillaba como un genio y sentí que su familia me clavaba los ojos, esperando mis gritos de admiración o mi desmayo. De pronto, al retirar los paños, me encontré ante un enorme revoltijo lleno de brazos y de piernas, entre las cuales, cada tanto surgía vociferante una cabeza. Se trataba de El dolor de los desposeídos.
Como yo sospechaba que Aldo habría prevenido a su familia sobre la impasibilidad, la reserva y la consabida frialdad de los sajones, por esta vez traté de no contradecirlo y me comporté como un perfecto "gentleman".
Luego, pasamos al Canto de la tierra. Consistía en un robusto desnudo de mujer rodeada de una docena de chiquillos que se disputaban las protuberancias de su cuerpo. En verdad, ninguna de las dos me parecía un verdadero acierto, pero, diplomáticamente, me decidí por ésta, y acentué mi falta de franqueza con vagos gestos de admiración y algunas apreciaciones inaudibles. Pero al rato, arrepentido ante mi falta de coraje, insinué unos reparos y le dije que si eliminaba una media docena de esos párvulos, el desnudo de mujer, símbolo de la tierra, surgiría en toda la plenitud de su belleza.
No pude terminar mis últimas palabras, ahogadas por un coro de protestas que afirmaban que mis tímidos consejos estaban impulsados por la envidia; que Aldo no necesitaba de opiniones ajenas y que, en el fondo, yo no había captado el carácter simbólico y profundo de aquella maravilla.
Yo ignoraba hasta entonces que, cuando alguien con modestia aparente pide a los demás algún consejo, y en especial cuando se trata de un artista, lo único que espera y que desea es una confirmación de sus ideas o la aprobación de lo ya hecho; pero yo no contaba con bastante experiencia; ante el furor de la familia. … no tuve más remedio que retractarme y pedirles disculpas.
A los dos meses, en el ambiente de la escuela hubo gran conmoción. El Canto de la tierra de Giuliano había obtenido una de las primeras recompensas.
Desde entonces, Aldo fue consagrado como un auténtico talento y empezó una brillante carrera de halagos y de premios que, si bien no influyó para nada en nuestros juicios, nos perturbó bastante al constatar el escaso valor de los jurados, el dudoso significado de los premios y la poca consistencia de la enseñanza en nuestra escuela.
Mientras esto ocurría, los que habíamos empezado a embadurnar algunas telas y luchábamos penosamente en el anonimato, llegamos a la conclusión de que el ambiente argentino de esa época no podía ofrecer una buena solución a nuestras inquietudes.
El instinto nos decía que debíamos mirar hacia otra parte, enterarnos del movimiento artístico europeo y seguir estudiando al margen de las consagraciones oficiales. En la estrechez de nuestro ambiente las únicas expresiones aceptables eran las derivadas de un postimpresionismo declinante y endulzadas por el academicismo.
Cuando el grupo de artistas de mi generación fue a Europa y se enfrentó con el control de los museos y los artistas que representaban nuestra época, comprendimos que andábamos perdidos y teníamos que empezar todo de nuevo. Se necesitaba una considerable dosis de modestia para admitir esos errores, después de seis años de academia.
Poussin, Cezanne, la construcción y la síntesis abstracta nos abrieron los ojos. Mientras tanto, nos llegaban noticias de los triunfos de Aldo y el relego de nuestros balbuceos, en los Salones Nacionales, a una última sala que el público y la crítica llamaban: "El infierno".