(fragmento de la entrevista)
Editorial ANAGRAMA/ 1967/ 191 paginas
Marcel Duchamp habla con una voz reposada, tranquila, sin gritos; su memoria es prodigiosa, las palabras que utiliza no se deben a un automatismo o a un hábito, como sucede cuando se responde por enésima vez a la misma pregunta, sino que se deben a una elección; no debe olvidarse que ha escrito Conditions d'un langage: Recherche des Mots premiers. Una sola pregunta provocó en él una viva reacción: la penúltima, en la que le dije si creía en Dios.
(...)
Marcel Duchamp lleva siempre una camisa de color rosa con finas rayas verdes, fuma continuamente puros habanos (unos diez al día), sale poco, no ve a muchos amigos y no asiste ni a exposiciones ni museos. Los numerosos jóvenes que reconocen su influencia van poco a verle y él no se interesa mucho en su extraordinaria posteridad. «Soy un prototipo, dice. Cada generación tiene uno». PIERRE CABANNE
M. D. -Precisamente, iba a preguntárselo. La palabra «inteligencia» es la más elástica que conozco. Hay una forma lógica o cartesiana de inteligencia, pero creo que Breton quería referirse a algo distinto. En realidad se planteaba, desde el punto de vista surrealista, una forma más libre del problema; para él la inteligencia es, en cierto modo, la penetración de aquello que es incomprensible o difícil de captar por el hombre medio. En el sentido de ciertas palabras hay como una explosión: valen más de lo que significan en el diccionario.
Breton es un hombre de mi mismo orden, hay una comunidad de visión que compartimos, y por ello creo comprender la idea que tenía de la inteligencia alargada, estirada, extendida, hinchada si usted quiere...
P. C. -En el sentido en que, usted mismo, ha alargado, hinchado y hecho estallar los límites de la creación según su propia «inteligencia».
M. D. -Tal vez. Me asusta la palabra «creación». En el sentido social, normal, de la palabra, la creación, es muy gentil pero, en el fondo, no creo en la función creadora del artista. Es un hombre como cualquier otro, eso es todo. Su ocupación consiste en hacer ciertas cosas, pero también el businessman hace ciertas cosas, ¿me entiende? Por el contrario, la palabra «art» me interesa mucho. Si viene del sánscrito, tal como he oído decir, significa «hacer». Pero todo el mundo hace cosas y los que hacen cosas sobre una tela, con un marco, se llaman artistas. Anteriormente se les aplicaba un nombre que me gusta más: artesanos. Todos somos artesanos, con una vida civil, militar o artística. Cuando Rubens, o cualquier otro, necesitaba el color azul, tenía que pedir tantos gramos a su corporación y se discutía la cuestión para saber si se le podían dar 50, 60 o más.
Eran verdaderamente unos artesanos, y eso se ve claramente en los contratos. La palabra «artista» fue inventada cuando el pintor se convirtió en un personaje de la sociedad monárquica, en primer lugar, y posteriormente de la sociedad actual, en la que es un señor. Ese pintor no hace cosas para alguien sino que es ese alguien quien va a elegir cosas entre la producción del pintor. En contrapartida el artista está mucho menos sujeto a concesiones que antes, durante la monarquía.
P. C. -Pero Breton no dijo únicamente que usted es uno de los hombres más inteligentes del siglo xx, sino también, y cito textualmente sus palabras, «para muchos, el más molesto».
M. D. -Supongo que eso significa que, al no seguir la corriente que imperaba en ese momento, molestaba mucho a las personas que veían en ello una oposición a lo que estaban haciendo, una rivalidad, si usted quiere; pero en realidad, no había tal cosa. Eso existía únicamente para Breton y su grupo, debido a que no se daban cuenta que se podía hacer algo distinto a lo que se hacía en aquel momento.
P. C. -¿Cree haber molestado a mucha gente?
M. D. -No. No hasta ese extremo, debido a que no tuve en absoluto una vida pública. La que tuve fue en el grupo de Breton y de todos los que se ocupaban algo de mí. En cierto sentido no he tenido nunca una vida pública puesto que nunca he expuesto el Verre y éste ha permanecido en garajes todo el tiempo.
P. C. -Así pues, ¿era más molesta su moral que su obra?
M. D. -En este caso tampoco había adoptado ninguna posición. Hice un poco corno Gertrude Stein, que era considerada en un cierto grupo corno un escritor interesante, con cosas muy inéditas...
P. C. -Confieso que nunca se me hubiera ocurrido compararle con Gertrude Stein…
M. D. -Es una forma de comparación entre las personas de esa época. Con ello quiero dar a entender que hay personas, en cada época, que no están al día. Y eso no molesta a nadie. Tanto si yo hubiera estado allí corno si no, hubiese dado lo mismo. Sólo ahora, cuarenta años después, se percibe que, cuarenta años antes, ocurrieron cosas que hubieran podido molestar a algunas personas, pero entonces les importaba un bledo.
P. C. -Antes de entrar en detalles podríamos abordar el acontecimiento clave de su vida, o sea, el que después de unos veinticinco años de pintura, aproximadamente, usted la abandonase bruscamente. Me gustaría que explicara su ruptura.
M. D. -Fue motivada por varias causas. En primer lugar, el roce diario con los artistas, el hecho de vivir con artistas, de hablar con artistas me disgustaba profundamente. En 1912 se produjo un incidente que «me alteró la sangre», si me permite la expresión. Ese hecho ocurrió cuando llevé mi Nu descendant un escalier a los Independants y se me pidió que lo retirara antes de la inauguración. En el grupo de personas más avanzadas de la época algunas de ellas tenían unos extraordinarios escrúpulos y mostraban una especie de terror. Personas como Gleizes, que sin embargo eran extremadamente inteligentes, encontraron que el Nu no estaba en absoluto en la línea que ellos habían trazado. Hacía dos o tres años que imperaba el cubismo y ellos tenían una línea de conducta extraordinariamente precisa, recta, que preveía todo lo que sucedería. Yo encontré todo eso insensato e ingenuo. Entonces eso me enfrió de tal modo que, como reacción frente a semejante comportamiento proveniente de unos artistas a los que creía libres, tomé un empleo. Me convertí en bibliotecario en Sainte-Genevieve.
ver explicacion de la obra en el Philadelphia Museum of Art. (en ingles)
El Verre me salvó debido a su transparencia.
Cuando se pinta un cuadro, incluso si es abstracto, hay siempre una especie de obligado relleno. Yo me preguntaba cuál era la causa. Siempre me he planteado muchos «por qué» y de la pregunta ha surgido la duda, la duda de todo. Llegué a dudar hasta tal extremo que, en 1923, me dije: «Bueno, la cosa marcha». No lo abandoné todo en un momento, al contrario. Regresé a Francia dejando inacabado Le Grand Verre. Cuando regresé a Norteamérica habían ocurrido muchas cosas. Me casé, creo, en 1927; la vida pudo más que yo. Había trabajado ocho años en esa cosa que era intencionada, voluntariamente establecida con planos exactos; pero, a pesar de ello, no quería, y tal vez ésa es la razón por la que trabajé en ella tanto tiempo, que esa obra fuera la expresión de una especie de vida interna. Desgraciadamente, con el tiempo, perdí todo tipo de ardor en la ejecución; la cosa ya no me interesaba ni me concernía en absoluto. Entonces me cansé y lo dejé, pero sin ninguna dificultad, sin una decisión brusca; ni siquiera pensé en ello.
P. C. En 1950, después del fallecimiento de Arensberg, su colección se integró al Museo de Filadelfia. Usted es el único artista que tiene casi toda su obra en el mismo museo, es algo bastante extraordinario.
M. D. -Es cierto, pero se debe a que, anteriormente, todas esas obras estaban en la misma colección. Fue una cosa automática, sin preparación y sin intención previa.
Cuando ese pobre Arensberg quiso donar su colección a alguna parte para eludir las salas de ventas, el museo de Chicago le ofreció, creo, colgarla durante diez años en sus paredes; después de ese plazo no había ninguna garantía: el desván o el trastero.
jAh sí! Los museos son así. El Metropolitan Museum de Nueva York ofreció cinco años. Arensberg también se negó. También se negó a aceptar un plazo de diez años.
Finalmente Filadelfia le ofreció veinticinco y aceptó. Hace de eso diez o doce años, ¡dentro de doce años a lo mejor todo eso va a parar al desván o al trastero!
P. C. -En 1953 Picabia se estaba muriendo y usted le envió un telegrama bastante inquietante.
M. D. -Es difícil escribir a un amigo que se está muriendo, no se sabe qué decirle. Se debe eludir la dificultad con una especie de humorada. Hasta la vista, ¿no es eso?
P. C. -Usted le escribió: «Querido Francis, hasta pronto».
M. D. -Eso, hasta pronto. Aún estaba mejor.