Ana Martínez Quijano
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El Centro Cultural Recoleta inauguró «Carlos Saura - Los sueños del espejo», una exposición dedicada al cineasta español que viene a consolidar la tendencia de llevar el cine a los museos, corriente que al despuntar el siglo se inició en el Pompidou de París con la muestra «Hitchcock y el arte: coincidencias fatales». El éxito de Hitchcock en este nuevo escenario, sumado al interés de los grandes museos por las muestras multidisciplinarias, determinó que se multiplicaran en el mundo las exhibiciones con figuras como Stanley Kubrick, David Lynch, Jean Luc Godard, Charles Chaplin, Agnès Varda, Almodóvar, o las que llegaron al Malba, Glauber Rocha y Chantal Ackerman. Los cineastas ingresaron así en el territorio vedado de los videoartistas. En la en la Bienal de Venecia de 2001, Abbas Kiarostami, Ackerman y Atom Egoyan presentarán sus films con formato de instalaciones, y con estos cruces y exposiciones se rompió el prejuicio que separaba el cine del arte contemporáneo.
Si la muestra madre de Hitchcock exploraba las coincidencias del cineasta con el arte de su tiempo, la de Saura privilegia su mirada artística e indaga su relación con la fotografía. Cuando en 2003 Saura mostró sus fotos en Madrid, sostuvo: «Para mí la fotografía es esencial. Casi todos los días hago al menos una fotografía y hoy, al pasar por la Gran Vía, ya he hecho tres y me he comprado más cámaras. Para mí es un ejercicio diario: como otros hacen yoga yo necesito hacer fotografías».
El título de la muestra, «Los sueños del espejo», se refiere a la analogía que Saura establece entre la fotografía y la visión que devuelve un espejo. «En el espejo está latente la fotografía. Un parpadeo y podemos guardar en nuestro cerebro esa imagen reflejada e invertida en nuestro álbum imaginario de la memoria, memoria evanescente, volátil y olvidadiza. En esta multiplicidad de espejos detenidos se reflejan nuestras propias vidas y las vidas de los demás. El cine da un paso más adelante y permite el desarrollo especular en el tiempo y en el espacio, pero la fotografía tiene la peculiaridad maravillosa de inmovilizar la imagen, para que podamos contemplarla». Con estas palabras, el cineasta le brinda sentido al collage de fragmentos de sus films proyectados de modo simultáneo, sin sonido y sin tener en cuenta la continuidad del relato. El silencio y los recortes de la narración, incentivan por un lado el deseo de ver o rever la filmografía completa y, por otro, tiene como natural consecuencia la exaltación de la imagen. Con las historias suspendidas en la memoria del espectador, cobra protagonismo el talento de Saura para el retrato psicológico, que se advierte en el encanto del rostro anguloso y fotogénico de Geraldine Chaplin, en la sensibilidad de la niña ensimismada y vulnerable que es su hija en la ficción de «Cría cuervos», o en el grotesco estupor ante la vida de José Luis López Vázquez en «La prima Angélica».
La cercanía de la pantalla depara al espectador una experiencia particularmente directa que, por momentos, resulta íntima y perturbadora. Así, los recortes configuran una nueva obra, que establece un triángulo de complicidades entre el espectador, la imagen y el ojo incisivo de la cámara de Saura.
La cámara fotográfica de «Saura» en una instantánea
sobre «Tango» (1997), el film que rodó en Buenos Aires.
En las salas de un museo, esta cercanía con el espectador tiene como antecedente artístico los «Screen Test» filmados por Andy Warhol y luego ralentizados de 24 a 16 cuadros por segundo, y el más actual loop «Psycho 24 horas» de Douglas Gordon, una proyección exasperadamente lenta de la película de Hitchcock ( ambas se vieron en el Malba).
Ahora, si bien la muestra respeta el tiempo de Saura, todo contribuye a poner en primer plano el espesor del tiempo. En las crudas escenas del neorrealismo, en las sombras de «San Juan de la Cruz» o el rito del maquillaje de la Elena de « Peppermint Frappé» que acaba danzando en círculos, como un pájaro, se percibe un tiempo denso y espeso que se vuelve ligero.
La ausencia de sonido subraya la potencia visual y el carácter poético de algunas escenas, sin embargo, en el capítulo que engloba las imágenes dedicadas a la música, el silencio se percibe como una carencia. La plasticidad de los bailarines, los ritmos del movimiento, demandan la presencia del sonido. Entretanto, con algunos aciertos en la concepción del montaje y su recorrido laberíntico, la muestra que Saura inauguró en su Huesca natal deja al espectador abandonado a la suerte de sus conocimientos, ya que junto las pantallas no hay datos ni referencias.
Falta además una pieza clave de la exposición, una imponente pantalla de 15 metros, pues la Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior de España, el Gobierno de Aragón, la Diputación Provincial de Huesca, el Festival de Cine de Huesca, la Oficina Cultural de Embajada de España, y los curadores Chus Tudelilla y Paco Algaba, responsables del envío, decidieron traer a Buenos Aires algo menos de la mitad la muestra, que aparece ampliada y con las debidas referencias en un excelente catálogo.
Hay un capítulo dedicado a España, a su aridez y a su modernidad, pero el oscurantismo Ibérico que Saura supo retratar, sobrevuela por la muestra. La exhibición porteña se completa con unos dibujos de influencia goyesca, y fotografías dedicadas al tango, tema de uno de sus films. En 1991, Saura estuvo en Buenos Aires para el rodaje de «Sur», su versión del cuento de Borges, y en 1997 llegó para filmar «Tango».
La exposición en el Centro Recoleta, sin embargo, no es ni la mitad de la original en España
Ana Quijano
Ambito Financiero/ Edición Impresa del 21/04/2008
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