1918
A comienzos de 1915, cuando mis vacilantes pasos me llevaron a inscribirme en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la calle Alsina, yo no sabía exactamente por qué iba ni adónde me conduciría, con el andar del tiempo, esa determinación tan conformista. Me sentía atraído por el arte, deseaba aprender los rudimentos de un oficio, pero, por encima de todo, buscaba el calor de una camaradería que no había encontrado en otra parte.
Inútilmente busqué otros adolescentes con quienes coincidiera, que participaran de las mismas aficiones, y sólo encontré una sobrecogedora soledad.
Éste no fue precisamente el caso de Giuliano, pues nuestra mutua devoción no sobrevivió los agravios del tiempo, por los motivos que son objeto de este relato.
Alto y delgado, su frágil apariencia era engañosa pues jamás he observado, dentro de un ser humano, tanta fuerza vital ni tal capacidad de trabajo. Parecía una pila de nervios y vivía con la intensidad de un poseído. Entre sus muchas condiciones gozaba de una fe envidiable en su destino y, en el ambiente de la escuela, fue considerado desde el primer momento uno de los alumnos más brillantes.
Poco a poco nuestras relaciones se fueron estrechando y llegaron a ser bastante fraternales; nos prestábamos libros, íbamos al Museo, y en general, nuestras ideas sobre la vida y sobre el arte coincidían.
Además, como no éramos más que unos modestos principiantes, aceptábamos la mutua crítica sobre nuestros trabajos.
A los dos o tres años de comenzar nuestros estudios se despertó en Giuliano su furor creativo. Dibujaba; pintaba, grababa o esculpía sin hallar dificultad en el orden técnico. A raíz de esto, empezó a perfilarse a su alrededor una aureola de genio indiscutido, cuyas consecuencias, para él, no fueron muy felices.
(…)
Aldo ya se sentía en un plano muy superior al de sus compañeros y durante el último año de la escuela se lanzó a la escultura para emprender algunas obras de alto vuelo.
Una noche me anunció en gran secreto que había dado término a dos obras, una de las cuales proyectaba enviar al próximo salón de primavera. Como según él las dos eran muy buenas, deseaba que yo lo iluminara para sacarlo de sus dudas.
En el galpón de la herrería, adosado a la casa, Aldo se había construido un buen taller en donde, recubiertas por los paños, se destacaba la mole informe de dos obras, rodeadas de infinidad de estudios y bocetos.
Luego, pasamos al Canto de la tierra. Consistía en un robusto desnudo de mujer rodeada de una docena de chiquillos que se disputaban las protuberancias de su cuerpo. En verdad, ninguna de las dos me parecía un verdadero acierto, pero, diplomáticamente, me decidí por ésta, y acentué mi falta de franqueza con vagos gestos de admiración y algunas apreciaciones inaudibles. Pero al rato, arrepentido ante mi falta de coraje, insinué unos reparos y le dije que si eliminaba una media docena de esos párvulos, el desnudo de mujer, símbolo de la tierra, surgiría en toda la plenitud de su belleza.
Desde entonces, Aldo fue consagrado como un auténtico talento y empezó una brillante carrera de halagos y de premios que, si bien no influyó para nada en nuestros juicios, nos perturbó bastante al constatar el escaso valor de los jurados, el dudoso significado de los premios y la poca consistencia de la enseñanza en nuestra escuela.
Mientras esto ocurría, los que habíamos empezado a embadurnar algunas telas y luchábamos penosamente en el anonimato, llegamos a la conclusión de que el ambiente argentino de esa época no podía ofrecer una buena solución a nuestras inquietudes.
Cuando el grupo de artistas de mi generación fue a Europa y se enfrentó con el control de los museos y los artistas que representaban nuestra época, comprendimos que andábamos perdidos y teníamos que empezar todo de nuevo. Se necesitaba una considerable dosis de modestia para admitir esos errores, después de seis años de academia.
Poussin, Cezanne, la construcción y la síntesis abstracta nos abrieron los ojos. Mientras tanto, nos llegaban noticias de los triunfos de Aldo y el relego de nuestros balbuceos, en los Salones Nacionales, a una última sala que el público y la crítica llamaban: "El infierno".
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